Salí del juzgado y me fui directo a casa, con mis hijos. Los abracé y me encerré en mi cuarto para poder llorar. Me sentía libre, completa, a pesar de todo lo que acababa de perder.
Conocí a Gerardo un domingo, saliendo de misa. Yo iba andando de la mano de mi padre y él se acercó a saludarle. Desde ese momento me hice suya en sus ojos. Un par de años después nos casamos en esa misma iglesia y me trajo a vivir a la ciudad de México.
A mí me enseñaron que un matrimonio, es para siempre. Al casarte juras ante Dios y ante todos los presentes que vas a estar con esa persona hasta que la muerte los separe. Pero ninguno de ellos, ni siquiera tú, podría imaginar lo que semejante juramento significaría.
Junté toda la evidencia que tenía sobre la situación económica de Gerardo. Durante un año guardé todos los recibos, saqué copias de las escrituras de todas las propiedades, estados de cuenta, en fin… todo lo que pude encontrar para probar que vivíamos en una situación privilegiada y que a Gerardo le alcanzaba para que sus tres hijos y yo siguiéramos con nuestro mismo nivel de vida aunque él y yo nos divorciáramos. Lo puse todo en una caja y se lo entregué a mi abogada. Se quedó boquiabierta y me aseguró que ninguna mujer era tan inteligente, que nadie se preparaba tan bien, que teníamos el caso ganado.
En el pueblo, todos lo conocían por su carrera política. Al verlo yo sólo pude imaginar por su postura y su bigote bien tupido, que era un hombre que se daba a respetar, un hombre de poder.
Creo que en el pueblo, o al menos en mi familia, nos educaron para ser la esposa perfecta de un hombre de poder. Siempre arreglada, sumisa, amable, con la voz bajita y con millones de muletillas que sirven para manipular a cualquier hombre y conseguir lo que una desea. Aprendí a cocinar, a cocer, a saludar y a mantener la imagen ante todo. Y ahora que me estoy divorciando ¿De qué me sirven todas éstas habilidades? Ojalá hubiera estudiado una carrera.
Cuando llegamos a la ciudad de México me sentí pequeña e insignificante por primera vez, me aferré del brazo de Gerardo y no me atrevía a andar por la ciudad sin él.
Él compró una casa enorme en alguna colonia muy privilegiada. Era de dos plantas y tenía cuartos como para que nos visitaran todas mis hermanas al mismo tiempo. Tenía un jardín enorme que rodeaba la casa y que se podía mirar desde el ventanal de la sala. Amaba esa casa, pero nada más salía y la ciudad me aplastaba, con sus millones de coches y camiones, con los semáforos, los vendedores, los mendigos y los millones de personas que estaban dando vueltas todo el día.
Después de la primer semana desde que Gerardo se fue de la casa, era momento de que se llevara a los niños el fin de semana. Entró por ellos y su simple energía de “hombre poderoso” me aplastó. Cuando se fueron me sentí feliz y aliviada y agradecí nuevamente haber decidido divorciarme. ¡Qué feliz era sin él!
Llamé a Mónica para ver si quería venir a la casa a tomarse un café o salir a algún lado, ella me dijo que iba a ir al cine con Anuar y los niños. Se me olvidaba que mis amigas siguen casadas. Así que llamé a Griselda, ella nunca se había casado, seguro podía instruirme en mi nueva vida de soltera. Fuimos por un café y entre la plática me convenció de salir a bailar con ella en la noche ¿Qué podía perder?
Fuimos a un lugar que ella afirmaba que era el que estaba más de moda. Cuando llegué, vi a Griselda y me sorprendió ¿Cómo se atrevía a vestirse así? Traía una blusa escotada de la espalda, sin sostén y con unos jeans tan pegados que parecían la piel misma. Bebimos unos tequilas, platicamos con muchos hombres y bailamos toda la noche. Fui una adolescente por primera vez.
Cuando nació Margarita supe que mi lugar en el mundo era detrás de ella, cuidándola. Que no había ser más hermoso en el mundo que esa chiquita que sostenía en mis brazos, que no existía ningún otro amor más grande o poderoso. Después nacieron Gerardito y Tomás y ese amor se multiplicó por tres.
Todos los días jugábamos en el jardín. A mí no me importaba ensuciarme con tal de escuchar sus risas y verlos sonreír. Después comíamos los cuatro juntos y a veces, los sacaba con la nana y el chofer a ver una película en el cine o los llevaba a Coyoacán por un helado. Margarita siempre quería que le comprara un reguilete. Llegaba corriendo a la casa y lo plantaba en la maceta de la ventana, así los fue coleccionando.
En las noches llegaba Gerardo de trabajar y la cena tenía que estar lista y servida justo en ese momento. Yo me sentaba a su lado y le acariciaba el brazo mientras él comía y veía las noticias en el televisor.
Todo parecía perfecto, como un cuento.
Un día me cansé de estar sola en la casa. Los niños se iban todo el día a la escuela y después el chofer se los llevaba a sus respectivas clases de ballet, pintura y fútbol. Gerardo no llegaba hasta la noche y yo me quedaba sin qué hacer en esa enorme casa, todo el día. Tuve que perderle el miedo a la ciudad. Le pedí al chofer que me la enseñara, él me llevó en el coche por cada barrio hasta que me los aprendí . Después le pedí que me enseñara a manejar y a tomar el transporte público para llegar al centro.
Faltaban algunos minutos para que llegaran mis hijos de ver a Gerardo. Saqué las galletas del horno y serví tres vasos de leche con chocolate. Nunca me había separado tanto tiempo de ellos. Entraron a la casa y Margarita se subió corriendo y se encerró en su cuarto sin saludar. Me le quedé viendo a Tomás y a Gerardito exigiendo una explicación, pero ellos no me miraban a los ojos. Subí al cuarto de Margarita e intenté hablar con ella, pero se escondió debajo de las sábanas negándose a responderme. Volví a bajar y los niños ya estaban comiéndose las galletas “¿qué tiene su hermana?” les pregunté exigente “está triste porque dice mi papá que lo corriste de la casa” contestó Tomás.
Sentí un golpe en el estómago. ¡¿Que lo corrí de la casa?! Seguro el cabrón no les dijo por qué.
Uno jura amor por siempre, pero junto a ese juramento deberían haber ciertas cláusulas, porque la verdad es que el amor se muere, hay detalles que lo rompen lentamente y si no encuentras la forma de repararlo, el amor se muere cada día más, hasta convertirse en asco, odio y desprecio. Y entonces, si el amor no duró por siempre ¿Por qué el matrimonio habría de hacerlo?
Estábamos jugando en el jardín cuando escuché el coche de Gerardo entrar a la casa. Me levanté del pasto y los niños y yo corrimos a recibirlo. Él abrazó y besó a cada uno de sus hijos y yo esperé mi turno para abalanzarme entre sus brazos, pero él me empujó “¡No me toques! Estás toda sucia” dijo con desprecio, alejándome de él. Se sacudió la ropa y sin mirarme le pidió a la muchacha su cena.
Le expliqué a mis hijos en todos los tonos que su papá y yo ya no nos queríamos, que nos peleábamos mucho y que para ser felices teníamos que estar separados. Que él iba a ser siempre su padre y yo su madre, y que para los dos, no había nada más importante que ellos y pasara lo que pasara siempre iba a ser así.
Nos fuimos al pueblo por el cumpleaños de mi hermana, la más pequeña. Cuando llegamos a la casa de mis padres, mis hermanas corrieron a abrazarnos a mí y a los niños. Mi papá no se levantó de la mecedora y no apagó el televisor. Le di un abrazo que no fue correspondido y mi madre nos gritó a todas que la comida estaba servida, que nos sentáramos.
Cuando los niños se subieron a dormir empezó el tema incómodo “ya hermana, regresa con él, perdónalo, es un buen hombre” decían todas mis hermanas. Mi madre lloraba y me suplicaba que no me divorciara, que no estaba bien visto, que qué iba a decir Dios. Mi padre no me dirigió la palabra en todo el fin de semana.
Entendí que no contaba con su apoyo. Que la peor vergüenza y deshonor para una mujer de pueblo como yo era fallar como esposa. ¿Y mi felicidad? ¿Por qué sacrificarla para mantener una imagen? Nunca me enseñaron que el matrimonio también podía ser un infierno, nunca me leyeron las letras pequeñas del contrato.
Al regresar del pueblo tenía cita en el juzgado. Mi abogada y el abogado de Gerardo discutían levantando la voz. Gerardo no quería darme ni un peso y quería quitarme la custodia de los niños. Al salir del juzgado mi abogada me tranquilizó, me dijo que era cuestión de tiempo para que Gerardo accediera, que los niños iban a testificar y que era casi imposible que me los quitaran, que siempre le dan prioridad a la madre.
Llegué a la casa después de una tarde de compras con Mónica, Gerardo ya estaba ahí, se me había hecho tarde. Me estaba esperando disgustado en la cama. ”¿Dónde estabas?” Dijo, retorciendo el bigote “Fui con Moni a comprar unas cosas para los niños y se me hizo tarde” “¿Por qué no te llevaste al chofer y desde cuándo sabes manejar?” me preguntó enojado, no entendía por que manejar era algo malo. Se levantó de la cama y se acercó a mí. Me tomó del pelo y jalándolo me dijo con los dientes apretados “Tú no sales de ésta casa sin que yo me entere, tienes prohibido salir sin el chofer y éstas no son horas de llegar” le quité la mano de mi pelo y lo empujé con mi poca fuerza “¿Quién eres tú para decir lo que tengo que hacer? ” dije entre llantos. Él me empujó en la cama, me rompió el vestido y mientras me violaba me dijo “tú eres mi esposa y haces lo que yo digo”. Ningún grito pudo detenerlo.
Al siguiente fin de semana que Gerardo se llevó a los niños volví a salir con Griselda. Ésta vez estrené un vestido de esos que había visto en tantas revistas y que jamás imaginé ponerme. Esa noche me llevé un hombre a casa. No me importaba ni su nombre, ni sus condiciones, sólo quería sentir unas manos que no fueran las de Gerardo, sólo quería gozar como no había gozado en años.
Recibí una llamada de la abogada, por alguna extraña razón la custodia de mis hijos estaba en juego, algo había salido mal cuando ellos testificaron. Fui corriendo al despacho y la abogada me entregó una copia de la declaración de mis hijos, me recomendó que la leyera estando en casa y que me preparara. Habían dicho los tres que yo los golpeaba, que era una mala madre, que me la pasaba de fiesta, que nunca les preparaba el almuerzo, que nunca estaba en la casa y no sé cuantas mentiras más. Me partí en dos. ¿Cómo pudieron haber dicho eso de mi? Si les he dedicado mi vida entera. Gerardo los había manipulado.
El infierno se hacía cada vez más grande. Se rumoraba que Gerardo tenía a más mujeres y yo no podía más que desear que me dejara y se fuera con una de ellas. Todas las noches me ponía la más falsa de las sonrisas y lo acompañaba a cenar, se me retorcían hasta las tripas cuando lo veía. Lo único que me salvaba de la locura eran mis hijos. Margarita sacaba puro 10 en la escuela y su colección de reguiletes ahora había invadido las demás ventanas de la casa a pesar de que ya era una adolescente. A Tomás le había dado por contar chistes y nos tenía riendo a todos todo el día. “Ves amiga, tú piensa en tus hijos, así todo vale la pena” me decía Mónica cuando nos juntábamos a tomar café y yo me quejaba de mi infierno con Gerardo.
Mientras los niños iban a la escuela le pedí al chofer que me llevara a tomar un café a Coyoacán, era mi lugar favorito, me recordaba a mi pueblo. Me llevé un libro para no verme tan sola. Escuché a dos amigas que estaban sentadas en la mesa de junto, una de ellas se acababa de divorciar. “ay amiga, de verdad estoy tan tranquila sin los gritos de ese hombre. No sabes lo bien que se siente llegar a la casa y saber que él no va a estar ahí. Los niños están un poco tristones, pero estoy segura de que es algo pasajero” dijo con una sonrisa y pude notar la calma en su mirada. Ahí me entró el gusanito ¿Y si me divorcio? Comencé a pensar todos los días, cuando Gerardo se iba y yo me miraba en el espejo tratando de imaginar la vida sin él, cuando llegaba a la casa, cuando me cogía como masturbándose, cuando él dormía roncando como cerdo a mi lado mientras yo me aprisionaba en un insoportable insomnio.
La primera vez que Gerardo me golpeó fui a la iglesia. Lloraba y le suplicaba a Dios que me diera una respuesta. El padre se acercó a mí y cuando le platiqué mi situación con Gerardo me dijo que el matrimonio era algo sagrado, que era un juramento de protegerse y amarse para toda la vida, pero que principalmente había que aceptarse. Me recomendó que hablara con Gerardo, que pusiera todo mi empeño en arreglar las cosas.
Y eso hice. Traté con todas mis fuerzas de agradarle de nuevo, de recuperar esa mirada con la que me veía cuando nos casamos, o cuando nació Margarita. Traté de verlo como ese hombre misterioso y atractivo que me robó de mi casa, traté de seguir todas sus reglas y de no disgustarlo. Más no lo logré. Él ya ni me miraba. Sólo me cogía cuando estaba caliente y se quedaba dormido al segundo, sin preocuparse por lo que yo sentía…. O no sentía.
Estaba lloviendo y yo salí al jardín. Quería que la lluvia me limpiara la desesperación, el odio, el vacío tan grande que sentía. Quería que me partiera un rayo y que la tierra me tragara. No quería vivir un día más así, no podía. Estallé en llantos y gritos y Gerardo salió a callarme con una bofetada. Ahí le dije que quería divorciarme.
Al día siguiente el chofer tenía prohibido llevarme a cualquier sitio o dejarme salir de la casa, mis tarjetas estaban canceladas y no encontré llaves de la casa. estaba atrapada.
Le marqué a la abogada que me había recomendado Anuar, el esposo de Mónica y le platiqué mi situación. Ella me dijo que tenía que demostrar que Gerardo me maltrataba y que era millonario, que si no, debía de buscar un trabajo. Pero yo no sabía trabajar, no sabía hacer nada.
Así que aguanté. Un año completo me aguanté. Un año mordí la colcha para no estallar en llanto. Un año enterré mis uñas en las palmas de las manos para no matar a Gerardo. Un año soñé con mi libertad y un nuevo comienzo para mis hijos y para mí, donde los cuatro pudiéramos ser felices. Y me escabullí entre los papeles de su oficina, y lo miré con detenimiento, y guardé todos y cada uno de los papeles que necesitaba para divorciarme. Hasta que lo logré. Armé mi caso y cuando Gerardo menos se lo esperaba, ataqué. Segura de que éste era el cielo, convencida de que hasta Dios me apoyaba con esto.
Nunca fue a un partido de futbol de Gerardito, ni a ningún recital de ballet de Margarita, ni volteó a ver las pinturas de Tomás que yo había colgado por toda la casa. Sólo llegaba y les gritaba que se callaran y se fueran a dormir, no quería escuchar ni sus vocecitas. Nunca los arropó o les leyó un cuento antes de dormir. No sé cómo lo pueden querer ¿Será acaso que se puede querer a alguien por instrucción, por simple jerarquía? Y ahora que nos vamos a divorciar, ahora sí le interesan sus hijos. Quiere quitármelos sólo para destruirme.
Mandé a los niños a casa de Mónica a pasar la noche. Esperé a Gerardo en la sala, con la luz prendida. Él entró, y por más que se me retorcieron las tripas no pude borrar la sonrisa de mi cara. “¿Y ahora qué te traes?” le entregué la orden de desalojo y la petición del divorcio. Él estalló en carcajadas. “Lárgate o llamo a la policía” le dije con toda la ira que había albergado en mi cuerpo durante años “¿Eso es lo que quieres? ¿Crees que una pobre buena para nada como tú puede estar sola? Te vas a arrepentir, escúchame bien, te vas a arrepentir de esto” Me dijo y se salió de la casa.
La abogada llevaba una semana sin devolverme las llamadas y yo tenía cita en el juzgado. Me presenté sin saber lo que pasaba. Cuando entré a la sala Gerardo me miró con una sonrisa satisfecha, se me erizó la piel. El juez dictó la conclusión del divorcio. La custodia de los tres niños había sido otorgada a Gerardo y a mí me habían dado una pensión de dos mil pesos al mes durante un periodo de medio año. Todo estaba perdido. Gerardo había comprado a mi abogada y ella no había presentado las pruebas.
No pude más que preguntarme un millón de cosas, pero ninguna de las preguntas tenía respuesta. No sabía que pasaría con mis hijos. Si Gerardo era capaz de comprar a mi abogada y quitarme a los niños, probablemente no los volvería a ver. Sin dinero y sin poder me quedé sin herramientas para defenderme. Me había quitado lo único que era, madre de tres niños. Sin ellos no soy nada. Me pregunté también qué tanto era yo para ellos. Si fueron capaces, al igual que mi abogada, de dejarse comprar y testificar en mi contra. Tal vez podían prescindir de mí, tal vez hasta les iría mejor. Sin dinero no tengo nada que ofrecerles. Mi familia ya me había dado la espalda y la mayor parte de mis amigas eran esposas de los amigos de Gerardo. Esa persona que salió del pueblo, la que tenía mi nombre, acababa de morir. Esa mujer tan pequeña, agarrada del brazo de Gerardo, que en algún momento se sintió tan grande y fuerte como para querer soltarlo, se había muerto, toda yo, toda mi historia se había terminado. Por primera vez estaba sola. Sin pasado, sin presente, con un futuro incierto. Sin nadie en quién refugiarme o esconderme. había alcanzado lo que siempre deseé a escondidas, la libertad, sin saber el verdadero significado de ésta.