Fuego.

«En el descuido de un segundo, está contenida entera una catástrofe» – Antonio Muñoz 

 

Bastó un segundo, para que tus labios se abrieran rumbo hacia mi cuello generando una descarga eléctrica. Para que tus ojos se toparan con los míos y tus manos me conocieran por vez primera. El momento en que dos universos colapsaron, en el que tu vida y la mía se encontraron en un beso. Ese instante preciso en el que una chispa encendió una llama.

 

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“Piromanía: trastorno del control de los impulsos, que produce un gran interés por el fuego, cómo producirlo, observarlo y extinguirlo.”

Quizás fueron aquellas conversaciones en las que nuestras ideologías chocaron. Dos mundos distintos que se debatían a través de la palabra. Caminando juntos en el malecón de noche, cuando el brillo de la luna se reflejaba en el mar, sin embargo, tu mirada brillaba con más fuerza. Habías encontrado algo nuevo y te llenaba de curiosidad; una inmigrante con corazón de gitana y poca fe, que gastaba sus días de soledad cuestionando al mundo, abandonando dogmas y paradigmas. Un alma opacada de tanta realidad, una mente que no cesaba y se disputaba con su propio corazón lleno de fuego, con un hambre de vivir y ver, de seguir cayendo y aprendiendo.

–   ¿Sabes? En clase estamos viendo temas de simulación. Tal vez te sorprenda,          pero a veces me encuentro simulando una vida contigo, imaginándome cómo        sería, las cosas que haríamos –

Dijiste en una de esas noches de canutos y pláticas de madrugada en un sillón naranja. Sin entender que simular es merodear entre mundos paralelos como si tuviésemos poder sobre ellos, como si fuese posible saltar de uno en otro y sumergirnos en una nueva realidad, como si pudiésemos con exactitud predecirla y escogerla. Sin embargo, simular también sirve para tomar decisiones, para ver con perspectiva el punto en el que uno se encuentra y valorar el entorno, encontrar en él las cosas buenas y las carencias y entonces generar una apuesta, bifurcar el camino en el que se está, escoger y crear otro universo, dejando el paralelo atrás.

 

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–  Me da igual. Quiero estar contigo todo el tiempo que sea posible  – .

Dijiste en mi portal. Tratando de detener un final que parecía inminente. Y entonces empezó, escogiste el fuego. Se abrió un universo nuevo y nos tomamos de las manos; unas manos cargadas de fe, de ansiedad, de esperanza y deseo. Y en mi cama, entre sábanas blancas, convertimos la llama en fogata.

Y te enamoraste de mí, de mi temperatura que siempre está elevada y la manera en que en pleno invierno lleno de calor la cama, de la forma en que mis manos recorrieron tu cuerpo como queriendo fundirlo con el mío, de mi insaciable hambre de comerte sólo a ti; de la manera en que río hasta de la historia más trágica, de los días en los que pareciera que no me puedo estar quieta y quiero comerme al mundo de un bocado, y de esos otros en los que me inunda la calma y puedo dormir hasta trece horas seguidas sin importar lo que el sol dicte.

Te enamoraste de mí, de mis ideas insensatas y mi corazón constantemente roto, de mi pesimismo, mi melancolía y la contradictoria esperanza que encontraste en el brillo de mis ojos. De mi manera de escucharte y de mis conclusiones que sacudieron tu mundo. De las promesas que el fuego y su luz usan para atrapar al pirómano, como si fuera magia.

 

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  “Fuego:  conjunto de partículas incandescentes de materia combustible, capaces de emitir calor y luz visible, producto de una reacción química de oxidación violenta.”

Pero tenías que saber, que el fuego es traicionero. Que llega un punto en que empiezas a depender de él, que si te alejas demasiado te da frío, te sumerge la oscuridad y tus pupilas lo necesitan para ver. Tenías que saber también, que el fuego cambia con su entorno, que si llueve se apaga y si hay demasiado viento crece y se descontrola, que en cualquier instante éste explota, destruyendo todo lo que está a su alcance.

Llamamos “amor” a todo aquel tiempo que estuvimos en guerra y poco a poco perdimos el control de la fogata. Hubo días en los que ésta seguía ardiendo, tranquila y placentera, en los que tú y yo nos abrazábamos, reíamos y jugábamos; en los que mis manos se paseaban por tu espalda y no podía parar de besarte, en los que nos comunicábamos sólo con la mirada y todo parecía suficiente. Días en los que florecía un nuevo sueño, como promesa de más chispa y en los que se emprendía una aventura más de las tantas que fuimos coleccionando.

Sin embargo, hubo días también en los que la rutina hacía que la fogata perdiera su fuerza, desgastada de las mismas discusiones, sin ganas ya de argumentar nada. Cansada de los días tan iguales, de la falta de empatía, donde las promesas perdían veracidad y el reflejo del espejo se quedaba en silencio. Días vacíos.

Y hubo un factor, que ambos desconocíamos. Que tus demonios eran enemigos de los míos y que mi ego y tu soberbia jamás aceptarían empatar. Que nuestras costumbres tan distintas no encontrarían mestizaje y que, aunque hablásemos el mismo idioma no nos podríamos comunicar.

Que no importaron, todas aquellas horas en las que intentamos llegar a un acuerdo, que por más que levanté la voz, no lograste escucharme y por más que llenaste el silencio de palabras no te aprendiste a expresar. La impotencia se apoderó de nuestras ganas, cargando los pensamientos de miedos y dudas, añadiendo a la rutina rencor y reproches.

 

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“Explosión: Ruptura violenta de un cuerpo por la acción de un explosivo o por el exceso de presión interior, provocando un fuerte estruendo.”

Hasta que explotó, todo explotó. Ese fuego del que te enamoraste, se mezcló con la pólvora de tu mirada y la gasolina de tus palabras, ese fuego que se reprimía en mis adentros, el que intenté controlar se apoderó de mí. Y por un instante fui más fuego que alma y éstas manos que antes hablaban sólo de amor, se cargaron de ira y reaccionaron queriendo destruirte, queriendo acabar con todo.

Nuestra casa ardió como las millones de fogatas de la noche de San Xoan y al día siguiente todo estaba en ruinas, todas aquellas promesas de verano se habían convertido en cenizas. Ya no se sentía el calor.

Lo intentamos, aferrarnos a lo poco que quedaba, viviendo del recuerdo del fuego que antes ardía. Pero mi fuego tenía miedo, había conseguido niveles que antes le parecían inalcanzables, conoció su verdadero poder, su verdadera fuerza y se atrapó en sí mismo y en su culpa inexorable. Y tú ahora cargabas con cicatrices de eso que antes te había enamorado, la llama ya no te atraía ni te hacía sentir seguro, sabiendo que podía ser incontrolable.

El fuego no arde de la misma manera dos veces, después de ser incendio forestal no puede regresar a ser sólo una llama que ilumina. Y los estragos del incendio se pierden con el viento… desaparecen.

 

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“Todo tiene derecho a la belleza” – Efraín Huerta.

Sin embargo, fuego soy y fuego fui y existe cierta belleza en el desastre. Que hay vidas que pasan enteras sin lograr encenderse, escondiéndose entre escusas y pretextos; pies que nunca se despegan del suelo y pasados sin importancia. Que hay amores opacos sin siquiera una chispa de lo que tú y yo fuimos.

Yo prefiero ser fuego y arder. Convertirme en cenizas y volverme a encender, vivir rápido, renacer tras mis errores, apostarlo todo sin pensarlo demasiado. Aprender a caminar con los puñales que la vida me entierra en la espalda, no dejar que nada me detenga, amar cada una de mis cicatrices y sus historias. Que vida sólo hay una y yo, no me quedo con las ganas. Me enfrento a ella con la fuerza de las olas de febrero y aunque me equivoque mil veces … no me arrepiento de nada.

CODA

Escuché la cerradura de la puerta, corrí a apagar la luz y me metí en la cama. No quería enfrentar a Arturo ¿Qué le iba a decir? cuando entró al cuarto cerré los ojos fingiendo estar dormida, él entró tratando de no hacer ruido y sin prender la luz. Se quitó los zapatos y los botó en algún lugar cerca de la cama, después se desvistió, acomodó la ropa sucia en la silla del tocador y se acostó junto a mí.

Lleva un mes y medio sin oler a alcohol, sin embargo no se siente como algo afortunado. Escuché su respiración hasta que se volvió profunda, así supe que estaba dormido y me levanté, sin hacer ruido. Ya no soporto tenerlo cerca. Entré al estudio y cerré la puerta. El estudio se ha convertido en mi guarida cuando Arturo está en la casa, las paredes son gruesas y él no escucha el tecleo en la computadora o el rasgar del lápiz y así puedo existir, a escondidas.

No puedo explicarme lo que está pasando. Por fin Arturo está haciendo todo bien, llega relativamente temprano de trabajar, no sale de “viajes de negocios”, me lleva a todas las reuniones de la oficina, le ha quitado la clave a su celular y lleva un mes y medio sin tomar. Pero no me siento bien, no me la creo, hay algo muerto en mí. ¿Será acaso que extraño la adrenalina? Esas noches enteras pegada al teléfono, con los ojos en la puerta y fumando un cigarro tras otro hasta que él llegaba, enojado, apestando a alcohol y mala muerte. ¿Será que extraño la incertidumbre? Todas esas veces que no contestaba el teléfono o cuando se escondía para responder una llamada. ¿Qué me pasa?

Lidiar con la adicción de Arturo me destruyó por completo, mi espíritu no tiene identidad y mi alma está por completo fatigada. Hay que saber que una adicción va mucho más allá de la dependencia a cierta sustancia. Un adicto no sólo consume, miente, se esconde, evade, niega y tiene millones de conductas inapropiadas que destruyen a las personas a su alrededor, pero principalmente a ellos mismos.

Estaba lloviendo y era domingo la última vez que peleamos. Llevaba dos días sin saber de él y la ansiedad me estaba haciendo mierda. No podía más que tomar café y fumar porque si comía algo instantáneamente lo vomitaba. No podía cerrar los ojos, leer, ver la tele o distraerme con nada, sólo podía pensar en los distintos escenarios que explicaban la ausencia de Arturo y todos me llenaban de sentimientos altamente destructivos. Podía imaginármelo perfecto en la playa con una vieja, disfrutando, escuchaba su risa y me imaginaba sus manos paseándose por el cuerpo de esa extraña y me entraban ganas de incendiar la casa. Tal vez había muerto, por manejar ebrio, había chocado y se había desfigurado la cara y por eso nadie me había avisado. O estaba con su otra esposa, seguramente tenía otra familia con tres hijos hermosos que salieron con sus ojos y su sonrisa. Total, entre una fantasía y otra no pude más. Agarré la maleta más grande que encontré y empecé a empacar todas mis cosas. Por supuesto empecé con la ropa, pero en algún punto entre el vestido que usé en nuestro primer aniversario y las pantuflas que me regaló cuando estaba enferma empecé a sentirme más loca y dejé de empacar. Tendría que irme sin nada, porque todo lo que soy y todo lo que tengo me recuerda a él.

Se me acabaron los cigarros y salí a la tienda de la esquina a comprar más. Cuando iba de regreso lo vi merodeando por la puerta de la casa decidiéndose a entrar. No supe que hacer, quería destrozarlo, abrazarlo y besarlo, arrancarle la ropa, escupirle millones de insultos y soltarme a llorar. Me escondí atrás de un coche y esperé a que él entrara. Necesitaba prepararme para enfrentarlo.
Cuando al fin me armé de valor entré a la casa y él estaba sentado en la cama, llorando, se había aferrado a las pocas cosas que logré empacar. Me miró a los ojos y con la voz ahogada me dijo “No te vayas, no me dejes”. Eso me molestó en exceso ¿Cómo chingados me pide que no lo deje? ¿Acaso quiere que lo aguante toda la vida? ¿No le molesta hacerme sufrir de ésta manera? Pero también, el verlo llorar, completamente desesperanzado, me partió en dos. Quería abrazarlo, protegerlo y asegurarme de que nada en el mundo lo hiciera sufrir. Así de pinche es el amor.

Ese es el problema con la ambigüedad de sentimientos, ¿Cómo decidir a cuál seguir? Definitivamente no podía mezclar mi ira con las ganas de cuidar a Arturo ¿y cómo encontrar un sentimiento intermedio? ¿Cómo encontrar una reacción que no traicione a ninguno de mis dos sentimientos?

Me le quedé viendo, inmóvil. Mi cuerpo temblaba y las lágrimas brotaban sin parar. No pude emitir ningún sonido, ni hacer ninguna seña o decir palabras. Estoy segura de que la intención de mi mirada cambiaba cada tres instantes. Él se empezó a estresar, tampoco sabía qué hacer.
– ¿Dónde estabas? – le dije al fin con la poca congruencia que encontré entre mi cagadero emocional.
– Tuve que ir a firmar unos contratos a Querétaro, pero perdí mi celular y no pude localizarte – me dijo. Sus ojos brincaban por todas partes. Estaba mintiendo.
– ¿Y por qué apestas a alcohol, por qué no me avisaste? – le pregunté, sentenciándolo, con toda la frialdad de mi alma.
Él no tuvo respuesta alguna, volvió a estallar en llanto y la ira sobrepasó mi necesidad de cuidarlo. Le arrebaté las cosas que había agarrado y las volví a meter a la maleta, él gritaba y suplicaba y sacaba las cosas de la maleta mientras yo las seguía metiendo. Hasta que no pude más y hui al baño. Me encerré y no salí de ahí hasta el día siguiente.

Cuando salí él estaba inconsciente en el sillón frente a la tele con una botella de whisky en la mano. Llena de rabia lo desperté echándole una jarra de agua en la cara y me senté frente a él sin decir nada. Después de eso discutimos, o bueno, él discutió y me hizo un millón de promesas, como siempre, pero ésta vez no le creí. Acepté el acuerdo y todas sus promesas con la única expectativa de verlo fracasar y tener una razón concreta para dejarlo… Pero no fue así.

A partir de ese día Arturo ha sido otro. Al principio estaba como perro regañado, tratándome con pinzas. La primera semana, mientras yo fingía estar dormida, él agarraba todas nuestras fotos y empezaba a llorar. Podía imaginarme lo que sentía, culpa principalmente. Por dejarme sola tantas veces, en la mayoría de las fotos sólo salgo yo, esperándolo, en Navidad en casa de mi suegra, cuando él llegó después de las doce, en la boda de Ramón y en la de Adriana, en el bautizo de su sobrino y en la graduación de su prima. En el viaje a Grecia cuando se tuvo que regresar por un imprevisto, tuve que hacerme amiga de unas señoras y del guía de turistas para no aburrirme. Siempre sola, sin ninguna explicación, su vida para mí siempre fue un misterio.

Y ahora ya no sé qué hacer con él, pasa demasiado tiempo en la casa y siento que me asfixia, cada vez que hablamos me mira fijamente a los ojos, estos ya no bailan, él ya no miente. Conozco a cada uno de sus amigos de la oficina y hasta a la nueva secretaria que está bien pinche y fea. Siempre me contesta el celular y me avisa hasta cuando sale a comer con sus cuates.
Ahora que no está tomando ni escondiéndose de mí, ha encontrado millones de cosas saludables y recreativas que hacer. Se levanta a correr todos los días, come sano, dibuja y escribe. Todo eso genera nuevas formas de vincularme con él, pero no puedo, me da miedo, no sé vincularme con él si no es por medio del dolor. Siento que mi existencia ya no tiene sentido, me he vuelto irrelevante.

Como ya no toma, nunca se pone grosero o violento y jamás peleamos y no entiendo… ¿Por qué soy tan infeliz? ¡Ya tengo todo lo que quería! Si tan sólo hubiera sido así desde el principio… Pero no lo fue, y aun así estaba con él y éramos felices, a veces.
¿Será acaso que la adicta soy yo? al maltrato, a la adrenalina y la incertidumbre ¿Será que Arturo cambió demasiado tarde? ¿Qué sigue? ¿Qué debo hacer? Tal vez ahora debiera de ser yo la adicta, tal vez no soy feliz porque no sé cuánto va a durar ésta nueva actitud de Arturo, no confío en que dure para siempre.

Creo que la enferma soy yo, y no tengo ni puta idea de cómo curarme. Estoy atrapada en un cuento que se trata de Arturo, de su adicción y de como ha logrado sobrepasarla. Su vida es ese infierno que todos mencionan y conocen, ¿pero que hay del infierno que estoy viviendo yo? nadie explica que pasa con los codependientes cuando sana su adicto. Tal vez deba de dejar a Arturo e irme con otro adicto, tal vez deba orillarlo a que vuelva a tomar, tal vez es cosa de que me acostumbre, tal vez es cuestión de tiempo y volveré a enamorarme de él, tal vez necesito confiar o… tal vez necesito encontrar algo nuevo que me haga sufrir.