Dicen que si te miras a los ojos fijamente en un espejo tu cara se deforma.
A veces siento que no quepo en ningún lugar. Cuando esto pasa me encierro en el baño y me miro fijamente en el espejo. Se vuelve una situación incómoda cuando no sabes ni quién eres, ni lo que quieres, ni lo que estás haciendo.
Ésta vez no necesité esperar a que mi cara se deformara. No me reconocí. Mi pelo está tres tonos más oscuro, el cigarro me está dejando arrugas y tengo unas ojeras permanentes a causa de la falta de sueño. ¿Qué me pasó?
No pude soportarlo más tiempo. Salí del baño azotando la puerta, agarré mis llaves y salí a la calle. No sabía a dónde iba, pero sabía que necesitaba encontrarme.
Caminé tres cuadras hasta llegar al parque, me senté en una banca y encendí un cigarro. Recordé la vez, cuando tenía quince años, que vine a éste parque con Alejandro y escribimos nuestras iniciales en un árbol. Es interesante cómo al enamorarnos sentimos la necesidad de que el sentimiento trascienda, de que quede una huella. A las pocas semanas de terminar con Alejandro pasé por el parque y habían cortado varios árboles para poner un área de juegos, entre ellos nuestro árbol.
Me levanté molesta de la banca y seguí caminando otras cuatro cuadras. Llegué a la esquina, donde Rubén y yo compartimos tantos cigarros escuchando música que a nadie le interesaba. ¡Qué buenos tiempos! Seguí caminando hasta llegar a la puerta de mi secundaria y me senté frente a ella. Ahora alberga maquinaria pesada y está llena de escombros, pero hace unos cuantos años me albergaba a mí, a mi falta de experiencia y a todos mis problemas.
Recordé los días después de que se fue Roberto. Yo me sentaba hasta atrás en el salón evitando cualquier clase de contacto humano, solamente veía fijamente al reloj. El tiempo se volvía algo relativo, sin ser ligero carecía totalmente de peso, sólo pasaba y pasaba. Hasta que los días se convertían en noches y yo los llenaba de marihuana y cerveza, tratando de evadir la depresión.
Me levanté y volví a tomar rumbo. Caminé como unas diez cuadras hasta llegar a la cafetería. Me detuve frente a ella. Ahí estaba, todo igual, los mismos meseros, la misma chica en la caja, sólo faltábamos nosotros. En nuestro lugar había una bola de chicos de unos diecisiete años comiendo chilaquiles verdes con pollo. Me es increíble pensar que estuve tres años de mi vida en éste lugar, comiendo chilaquiles verdes con pollo, y ahora jamás estoy ahí. Sin embargo el lugar no cambió, sigue. Tal vez cada que partimos llega alguien a remplazarnos, somos prescindibles por completo. La única huella que podemos dejar en un lugar cae en nuestros propios recuerdos.
Seguí caminando, dos cuadras a la derecha y una a la izquierda y llegué a mi prepa. Ahí estaba el policía, el mismo de antes, el que me regañaba todos los días por llegar tarde. Me miró como si nada, no se acordó de mí, no le dejé mi huella, o tal vez me intercambió en su mente por otra niña fachosa e impuntual, esos tres años para él no son nada.
Llegué a la esquina y doblé a la izquierda y lo vi. Ese pequeño cubo de concreto afuera de una casa. Sin duda el lugar no lo hace a uno, somos nosotros los que hacemos al lugar. No importa que tan sencillo éste sea. “El spot” donde Lorena y yo nos volábamos las clases fumando, tomando coca light y hablando de amor. Donde Daniel me recogía todos los días en su carro gris al terminar la escuela. Me acerqué y me senté en él, como lo hacía antes. Seguía mi nombre y el de Lorena, escritos con plumón indeleble. Algunas letras estaban medio despintadas, pero no se habían acabado de borrar aún. Ahora junto a los nuestros había más nombres, igualmente escritos con plumón indeleble, más claros, más recientes.
Me levanté y caminé unas cuadras más hasta llegar al centro. Ahí en los portales seguía la mesa donde Fernando y yo nos tomamos ese primer café. Recuerdo lo nerviosa que estaba. Frente a los portales estaba la plaza, el lugar en el que Fernando y yo paseábamos después de tomar cerveza, medio borrachos. Donde hablábamos de tantas cosas caminando de la mano en plena madrugada. Sé que ahora él recorre ese lugar con alguien más, remplazando los recuerdos. Yo prefiero dejarlos así, intactos. Para mí cada lugar es sagrado.
Es increíble que en una ciudad tan grande sólo se necesite un radio de treinta cuadras para albergar una historia de diez años. Estos pequeños lugares tan sencillos son los que me han formado, los que han vivido conmigo en los momentos más dulces y amargos. En los que he compartido tantos cigarros con mis más grandes amores y amistades, platicando de cosas que han formado mi criterio.
Cuando uno se siente perdido busca respuestas en el pasado. Pero el pasado ya no es, ni será. Ya no soy esa niña ingenua, que se emociona escribiendo iniciales en un árbol, que cree en todo lo que le dicen a la primera. Tampoco soy esa niña perdida entre hiervas y alcohol, tengo demasiadas obligaciones, y …¡es más! ya no soy una niña. Ya casi ni me acuerdo de Roberto y ya no me vuelo clases para desayunar. Ahora mis amigos tienen otras caras y voy con ellos a otros lugares.
Claro que encontré partes de mí, sigo fumando y escuchando música que a nadie le importa. Sigo sin poder llegar a clase de siete y sigo hablando de amor con Lorena.
Sin duda busqué en los lugares equivocados. Tal vez un radio de treinta cuadras no basta para definir quién soy ahora. Tal vez deba de coleccionar nuevos lugares, nuevas charlas, que me redefinan. Tal vez no encontré mi huella en ninguno de los lugares porque ya no soy esa que los vivió.
Y así entendí que nada puede afirmar nuestra existencia. Somos lo que recordamos. La huella no la dejamos nosotros, más bien, lo que vivimos y recorremos nos deja una huella. Cada lugar es una experiencia que nos forma.
Y cuando nos sentimos perdidos buscamos en lugares conocidos nuestra escencia.
Tal vez debiera irme de aquí y regresar en diez años, tal vez así los lugares hayan cambiado, tal vez así yo me encuentre, ya sea aquí o en otro lado, tal vez al recordar estos lugares pueda sentir que soy la misma de antes.